Desarrollo de los hábitos
Entonces, lo realmente importante de todo esto es que se ha descubierto -y con este descubrimiento ha cambiado la forma de educar en casa (recuérdenlo: en casa)- que para que el hábito se grabe en el cerebro, para que en las neuronas se cree un surco determinado, debe haber actos repetidos pero libres, esto es, queridos por la persona que los ejecuta.
Luego no basta con repetirlos, sino que deben ser voluntarios; por lo tanto, un niño aprenderá a nadar siempre y cuando quiera nadar, y si le obligo no conseguiré que por ello lo logre antes.
Y lo mismo sucede con otra serie de aprendizajes como el de montar en bicicleta, que realmente aprehenderá no sólo porque repita una y otra vez esta actividad, sino también porque le dé la gana hacerlo y se muestre contento y satisfecho con tal ejercicio.
Ésa será la única forma de que haya creado un auténtico surco en su cerebro y de que llegue al fin de sus días con él (otra cosa es que quiera ponerlo en práctica). Así que lo último que debemos hacer es obligar al niño a realizar tal o cual cosa, ya que no es la mejor manera de crear el hábito.
El niño tiene que saber apagar la televisión porque le da la gana, no porque le obliguen a apagarla cuando haya violencia o sexo; de hecho, si lo hace bajo presión, porque se le vigila, no estamos consiguiendo que adopte ese hábito, sino todo lo contrario. Sólo si entiende que es bueno para él lo hará allá adonde vaya, y aunque en ocasiones no siempre lo cumpla, sabrá distinguir lo bueno de lo malo.
Por tanto, en este orden de cosas, si queremos que nuestro hijo adquiera el hábito de ordenar su cuarto, de hacerse la cama o de estudiar a una hora determinada todos los días, el mejor método no es la coacción ni el castigo (eso de «si no está la cama hecha no sales el sábado» o de « si no te pones a estudiar no juegas al fútbol, y te lo ordeno porque soy tu padre» no vale de nada, no nos engañemos), sino la explicación vehemente de por qué son necesarios ciertos hábitos saludables y, sobre todo, algo de libertad, ya que si no existe ésta nunca habrá hábito y lo único que habremos logrado, como ya adelantaba, es que nuestro hijo, que siempre hizo la cama hasta los 18 años, una vez fuera de casa, libre de la presión de sus padres, piense que ancha es Castilla y no la haga nunca más.
Y quien habla de hacer la cama habla también, claro está, de cualquiera de los otros hábitos: si antes se le ha obligado a estudiar y se le ha castigado severamente por no hacerlo, en cuanto pueda, aparcará los libros rápidamente, y si apagaba la televisión presionado por la vigilancia paterna, también optará por llevar la contraria a las primeras de cambio en cuanto no le vea nadie, porque ya se siente libre, como si se tratara únicamente de un capricho de sus padres.
Es decir, que si queremos que nuestros hijos adquieran hábitos buenos no hay que convencerles por la fuerza, sino motivándoles, hablando con ellos del asunto. Ésa será la única forma de que desarrollen dichos hábitos porque les da la gana, aunque lograr tal cosa no sea nada fácil. Y para llegar a ello con éxito desde luego no basta con saberlo: hay que estudiar el proceso, prepararse.
Entonces, dejémonos de obligar tanto y comencemos a conversar más con los hijos para que entiendan la importancia de las cosas bien hechas; verán cómo habremos conseguido que esos niños hayan adquirido una serie de valores en cuanto sepan hacer uso de una libertad inculcada responsablemente. Y, por favor, tengan en cuenta que ésta es tarea únicamente suya, que deben aprender a no pegar un grito por mucho que el niño haya hecho una cosa mal repetidas veces, ya que tan sólo consiguen que se obceque más, que los filtros que van del oído al cerebro se cierren y que se asuste todavía más con sólo mirar la cara de sus progenitores. Los chillidos que habitualmente se dan con la sana intención de educar no sirven, por tanto, para casi nada, y esto hay que saberlo.
Como también hay que conocer cuál es la solución más plausible, que nada tiene que ver con la reprimenda: si un niño de cuatro años cruza la calle tras escapar de su mano cójale, déle un beso, olvídese del tema y al día siguiente, eso sí, le cuenta el cuento de aquel niño que desobedeció. Ése es el mejor momento para aleccionarle, porque el chiquillo está contento y predispuesto a escuchar lo que le dice.
Y si el asunto va esta vez de que su hijo ha vuelto un poco bebido un sábado por la noche, evite echarle la tremenda bronca según llegue a casa, porque no se habrá enterado de nada y lo repetirá en cuanto tenga ocasión.
Entonces, ¿qué debe hacer? Desde luego, esperar a que se le pase la borrachera y esté más tranquilo para que, mientras le lleva de compras un buen día, pueda hablarle claramente sobre lo que debe hacer.
Es decir, que lo importante en todo este asunto es hacer un buen e inteligente uso, no abuso, de la autoridad, y para ello nuevamente es relevante que conozcamos cómo andamos en este terreno.
En ocasiones, suelo hacerles a ustedes una serie de preguntas precisamente para ver cómo se desenvuelven en este ámbito, pero no hace falta llegar a esto para poder concluir que quien grita y repite los mismos discursos multitud de veces para que se le obedezca es porque anda verdaderamente falto de autoridad. Efectivamente, todo hay que decirlo una sola vez y bajito. Y desde luego es un asunto que jamás debemos delegar; eso de «cuando venga papá» nunca debe darse, ya que la autoridad reside en cada uno de nosotros por igual.
Asimismo, inventar los castigos sobre la marcha sólo sirve para hundir dicha autoridad, por lo que recomiendo establecer una serie de reglas desde el principio, antes de que surjan los problemas, y explicarles el porqué de éstas. Y vayan olvidándose también del «porque aquí mando yo»; efectivamente, mandan los padres, pero la autoridad es nula si, como digo, anteriormente no se ha explicado por qué y cómo se ejerce.
Los niños deben conocer el motivo de tal o cual castigo, como también el de un premio o el de otras situaciones, y esta labor que cuesta tanto trabajo aprender, todo hay que decirlo, es competencia de sus progenitores. En realidad, yo diría que lo más costoso es aprender uno de los principios básicos para no perder la autoridad bien entendida: que no se puede perdonar.
La verdad es que me cuesta describir en qué consiste, porque enseguida se puede malinterpretar, pero lo cierto es que ésta es la idea.
Me explico.
Si cada vez que un guardia nos pusiera una multa nos perdonara, tengan por seguro que terminaría no teniendo autoridad alguna, y lo mismo ocurriría con Hacienda cada vez que descubre que le intentamos engañar; pues bien, si un niño que se queda en casa un sábado porque ha hecho algo malo acude a su madre rogando que le perdone y soltando la famosa mentira de «no lo volveré a hacer nunca más» cuando sabía desde el principio cuáles iban a ser las consecuencias de su comportamiento y su madre acepta las disculpas y le levanta el castigo sabiendo igualmente que sus propósitos son falsos, ella ya habrá perdido autoridad.
¿Qué debe hacer?
Decirle que le perdona pero que ésa no es excusa para que esa tarde acabe saliendo, porque no tiene nada que ver que le quiera y le perdone con que pueda salir a jugar si se ha portado mal. Por supuesto que siempre vamos a perdonar a un hijo, porque le queremos; ahora bien, debemos aprender a separar las cosas, ya que así él también lo hará. A eso me refiero, entonces, cuando hablo de "no perdonar".
Hay otra cosa que no me cuadra en esto de la educación, y es cuando los padres dicen que han educado a sus cuatro hijos por igual y se quejan de que, sin embargo, el tercero les salió de aquella manera. ¿Acaso son todos iguales? Entonces, ¿por qué los van a educar igual?
De hecho, lo normal es que ocurran estas cosas si se les educa a todos de la misma forma.
Y a propósito de este asunto hay otro estrechamente relacionado con él que me parece una verdadera injusticia: que unos hijos no tengan derecho a gozar de las mismas oportunidades que los otros.
En una sociedad en la que lo importante es el ser humano y valores como el liderazgo (no ya el político o religioso, sino el empresarial), se ha demostrado, según unas estadísticas hechas en Estados Unidos, que las personas que han llegado a ocupar los grandes puestos son en su mayoría los primogénitos de la familia, en el caso de los hombres, o la hermana mayor, en el caso de las mujeres. Es decir, que sólo por reunir tales condiciones ya disfrutan de unas ventajas tremendas para convertirse en líderes, con lo que la capacidad de liderazgo únicamente reside en los padres.
¿Por qué? Porque a ese hijo se le ha hecho responsable de todo desde el principio a sabiendas de cuál es su papel futuro; por tanto, se le ha ayudado más que a los otros a desarrollar la función de líder en su cerebro y, con ello, se le ha facilitado que sea más listo que los demás.
En cambio, como al pequeño de la casa nunca se le ha pedido nada precisamente por ser "nuestro chiquitín", éste crecerá con una serie de carencias que a la larga se irán convirtiendo en serias desventajas.
¿Qué sucede entonces? Que ésta es una clara forma de discriminación educacional, por decirlo de alguna manera, ya que, repito, no hay igualdad de oportunidades para todos los hijos. Claro que esto tiene una solución nada fácil, como ya he mencionado: la motivación.
Y digo que no es nada fácil porque debemos saber cómo se motiva y a qué nivel, si económica, emocional o intelectualmente. En lo que respecta a la motivación emocional, está comprobado que los hijos aprenden más de las personas a quienes más quieren y que, por esa regla de tres, si se sienten ofendidos por un profesor le cogen manía y ni le atienden, por lo que llega el suspenso sin que ni éste ni los padres se hayan siquiera percatado del asunto. Y todo por falta de cariño. Por eso ocurre todo lo contrario cuando un profesor cae bien al niño y éste se deja llevar tremenda y positivamente influido por su figura. Al menos, la ventaja que tenemos como padres es que los hijos nos quieren más a nosotros que a la televisión, porque si fuera al revés nos habríamos caído con todo el equipo.
Así que no desesperemos.
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